Él tenía síndrome de diógenes, y ella llevaba puesta la etiqueta de diamante de coleccionista en la frente. Llevaba el antifaz de la inocencia en la sonrisa, y cuarenta dagas en la liga roja de la pierna derecha, que era la que no enseñaba hasta tener un corazón abierto en canal en sus sábanas de franela.
La quiso tanto, que le puso su nombre al silencio, para poder escuchar lo que le susurraba cuando se escapaba de sus brazos. Tanto la quiso, que la vida sin ella le parecía de una arquitectura tan pobre como las chabolas de los tempranos barrios de Brooklyn; cuando enfocarle directamente las negras pupilas era lo más parecido en riesgo a pasear por Brooklyn con prendas de etiqueta y la cartera al descubierto. Pero nunca tanto como escalarle la pierna derecha.
A veces, mientras la besaba, se daba cuenta de que se había olvidado de respirar. Como si, sin quererlo, hubiese confundido la primordialidad de ambas acciones.
Le parecía una mujer tan llena, que a pesar de ingeniárselas para abrazarla cubriendo cada centímetro cuadrado de su piel, él sentía que aún la derrochaba, como si ella fuese humo, y sus brazos la intentasen devolver a la colilla.
La sentía tan bonita, que cada mañana ponía la alarma del despertador con antelación, y se le quedaba mirando horas mientras dormía desnuda. Y él quiso ser la almohada, para que le compartiese sus sueños mientras le abrazaba; y quiso ser el sol, para colarse por la persiana y lamerla de abajo a arriba, una vez más.
Y le era tan perfecta, y le estaba hecha tan a medida, que si ella no hubiese decidido enmudecer como una puta en respuesta a los muchos 'te quiero' que él le regalaba; no la habría querido tanto.
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